Anoche salí a la calle después de muchos días encerrado en
el pasado que las paredes me recubren. Lo cierto es que el
no-queda-nada-de-alcohol hizo que me levantara de mi propia mierda y, apartando
centenares de imágenes y retratos con tu nombre, cogí la primera camisa que vi
por el suelo tirada y me dispuse a bajar. No fue hasta salir del portal y
encenderme un cigarro que me di cuenta de que había bajado las escaleras
totalmente a oscuras. Mi vida se ha acostumbrado a la penumbra de la soledad,
pensé.
Me recorrí todas las calles que mis pies estaban dispuestos
a andar, me dejé llevar entre el silencio de un cielo brillante, la luna me
acompañaba a estar más solo que nunca en una noche en la que solo reinaban
estrellas y putas. Cuando pensaba que por un momento el duro golpe del pasado
iba diluyéndose con la brisa nocturna, mis traicioneros pasos me llevaron a
aquel portal en el que conseguí robarte un torpe pero precioso beso. El primero
de muchos otros que siempre íbamos a recordar. Del que ahora, ya sólo yo tengo
memoria.
Tan sólo necesité una frase para que todo el peso del mundo
cayera sobre mi flacucha espalda. La primera vez que te vi las tetas íbamos a
dar un paso más. <<Jamás me cansaré de besarte>>, dijiste
mientras la ropa tan sólo era un obstáculo en nuestro camino. Noté como dos
cuchillas rajaban mis mejillas. Cada lágrima rasgaba a causa del peso de todas
y cada una de las letras de esa frase que no paró de rebotar por mi mente.
Eché a correr lleno de ira y resentimiento por no ser capaz
de olvidar algo que me consumía por dentro. Grité y maldije tu nombre como si fuera tu voluntad
la que me sometía a este sufrimiento. Pero la carrera duró poco. Cansado, apoyé
mi espalda contra una pared y suavemente dejé mi cuerpo muerto hasta caer
rendido en el suelo. Exhausto, recordé aquella frase que tantas veces ha
convivido conmigo, <<a
veces, por mucho que algo duela, dejarlo duele más>>.
Seguramente pasé más de una hora tirado en aquel suelo
ahogándome en el vómito de mis propios recuerdos. Cuando me rehíce como pude me
di cuenta de que cualquier lugar que pudiera conocer iba a estar cerrado.
Consternado y negándome a volver al hielo frío de mi casa anduve hasta
encontrar una gasolinera.
Ni primero en casa ni durante el camino me había parado a
observar el aspecto que podía tener. Esta reflexión me llegó después de que
cuando, al entrar en la primera gasolinera que encontré, el vendedor mostró un
ademán de preocupación, casi con miedo en el cuerpo. Sin embargo, todo síntoma
de cobardía se le esfumó cuando vio mi cara de desesperación y sufrimiento.
Supongo que llegó a sentir lástima por mí.
- Dos de whisky ¿no?—preguntó tras el mostrador
mientras pasaba las botellas por la máquina.
- Dos de whisky—repetí como si fuera lo único que
comprara desde hace tiempo.
- ¿Noche dura?—preguntó afable.
- No tanto como la de ayer
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